Essaouira desde centollos….
El ambiente huele a mar. Aquel olor nos arrastra por las calles hasta tu puerto. Vienes a nosotros o nosotros llegamos hacía ti ultrajándote como quien más, cualquiera que sea tu nombre Essaouira, Mogador, la Amogdul de los bereberes, la bien guardada a la que algún navegante describió como “la mano extendida del viento”.
La confección de tus calles surtió una especie de influjo desde que comenzamos a surcar la pintoresca versión de pueblo pesquero, de casas blanquiazules, y callejuelas angostas nacidas en las puertas de la Medina, ciudad antigua abrazada por tu muralla color ocre, la misma que encierra el bullicio y algarabía de tu gente, palpitar de tu corazón que late. Una tranquilidad casi sospechosa dominaba los alrededores. Incluso el ánimo de los oriundos contrastaba con la suspicacia un tanto hostil de los habitantes de cualquiera de los poblados del interior.
A lo lejos, antes de arribar al mar, ya se escucha el constante quejido de las gaviotas como una advertencia de que tu encanto, Essaouira, puede ser tan inquietante que obligue a sus visitantes a quedarse o los condene a volver, como ocurrió en los años sesentas cuando te convertiste en una suerte de autoexilio para artistas, hippies, surfistas y aventureros. No estábamos interesados en desafiar el sortilegio, así que nos dejamos llevar.
Los rastros que han dejado árabes y portugueses en tu arquitectura, el carácter afable y hospitalario de herencia bereber, además del eclecticismo cultural efervescente desde hace décadas, atrae a razas de todas partes del mundo hacía ti, seducidos como por un canto de sirena.
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El autobús llegó a su fin en un hangar pequeño ubicado en una zona no tan agraciada del pueblo, y nos dirigimos con cierta premura a buscar dónde pasaríamos la noche. Un recinto como el tuyo nos hacía merecedores de un riad para el descanso, al estilo de las casas tradicionales marroquíes, entre el alicatado típico de los azulejos, fuentes y plantas ornamentales. Dejaríamos la mochila y volveríamos para familiarizarnos con tus calles, que invitan a deambular, deambular, deambular.
En la mente llevábamos la firme idea de cazar con nuestra cámara la puesta de sol en el mar, una suerte de capricho infantil que nos trasportaba a los elementales dibujos de la niñez, donde una gran bola amarilla se enciende en tonos escarlata y naranja, mientras se va ocultando tras la línea del horizonte.
Antes de que el ocaso hiciera su anuncio, seguimos la pista al inmenso señuelo de gaviotas que sobrevolaban la zona pesquera, un cabo fortificado denominado L’Skala du Port que nos remonta al siglo VII, cuando llegaban a ti los navegantes fenicios.
Allí permanecen ancladas las decenas de barcas, también de color azul, que son utilizadas en la pesca de bajura. A esa hora los pescadores exponen sus capturas al aire libre para venderlas al mejor postor.
Desde centollos, calamares, gambas, navajas, rapes, hasta peces espada, merluzas, atunes, doradas, lubinas…. Por qué “los guiris”, “güeritos”, “turistas de aparador”, esos que tanto abundan, se sorprendían tanto por estar tan cerca de la naturaleza fuera del ámbito de un congelador. No lo entendía quizás porque nuestras coyunturas se asemejan todavía en muchos aspectos a los rústicos hábitos marroquíes: comemos de lo que nuestra mano pesca, caza o recolecta. Lo que sí sorprende, sobre todo a la gente procedente de la Europa continental, es el precio de las especies, quizás cuatro o cinco veces más baratas que en sus países de origen.
En determinado momento, el sol comenzaba a hundirse en el mar. Por lo menos era la percepción desde tierra firme. El cielo extendía su manto escarlata como mortaja al día que sucumbía. Era la hora de la cacería fotográfica. Buscamos el sitio más despejado posible, donde la mirada abarcara tan sólo el mar y el sol posado en el horizonte, para ello tuvimos que correr varios metros con la pesada carga de nuestras mochilas tras las espaldas. Era la segunda ocasión en que nos atropellábamos contra esos segundos de tiempo que dura la puesta de sol, después del intento fallido de aprehender el atardecer durante nuestra estancia en la isla griega de Kythnos, dos años atrás. En aquella ocasión no tuvimos elección: si fotografiábamos el ocaso, perderíamos el único barco que zarpaba hacía tierra firme.
La carrera valió la pena. Por fin conseguíamos una secuencia de la puesta de sol, captando la gamma de colores que le acompañan, desde el naranja y el rojo, hasta los tonos violeta y magenta, que preceden el anochecer. Una sensación de gozo y placer inundó mi cuerpo. Eso que muchos definen como la comunión con la naturaleza, lo habíamos logrado a través de nuestros ojos.
Con el trofeo en nuestra caja de imágenes, nos sentamos a contemplar tu rostro que inauguraba la noche. Las Islas Púrpura asoman a lo lejos, así como las ruinas del viejo fuerte de Mogador. Al otro extremo de la playa, un par de camelleros descienden de las dunas para ofrecer un recorrido “exótico” a los turistas. Pasaron a galope también varios caballos imponentes, algunos negros otros blancos, como los que suelen pintarse en los cuadros de fantasías árabes. Trotaban como gacelas sobre la arena, con soltura, elegancia, pero también con altivez, como las finas bestias que eran o que aparentaban ser.
Entrada la noche disfrutamos, desde la terraza de uno de los pocos bares que no son regenteados por extranjeros, de la música Gnawa, un género que asemeja al blues, tanto en la sonoridad, como en el origen castizo, pero acompañado de instrumentos autóctonos.
Por suerte, había una luna casi llena obsequiándonos un puerto plateado, que prometía vida hasta la madrugada, entre la música, las olas, los restos del ocaso y la vigilia aletargada de las gaviotas, asechando, igual que nosotros, el amanecer.