LA ESPERA DE LAS HORAS II
-O EL INFIERNO DE LOS TIEMPOS MUERTOS-
No había admirado hasta entonces tanta hermosura en una dama. De su fisonomía extraje para mí su figura rolliza, sus ojos negros y su piel morena, para armar un sueño que tampoco tuve.
Hasta que mis escrúpulos se ausentaron de repente para sonreírle, fue que pude controlar mi nerviosismo fortuito antes de emprender la huída envuelto en mil colores. En algún momento llegué a pensar que podíamos ser amigos, aunque realmente sólo anhelaba su mirada.
Repetí la escena durante un mes, a la misma hora, aunque pronto descubrí que daba lo mismo. Todos los días eran el mismo día, demasiado tiempo para ser perdido con tanta persistencia. Ella no gastaría su indiferencia en mí. Nisiquiera eso.
Reconozco que esos instantes se tornaban muy angustiosos. Pero allí seguía esperando como un “masoca”, mientras ella pasaba delante de mí contoneándose con tanta personalidad, sin reparar mínimamente en este blandengue que la observaba.
Para calmar mi ansiedad me preguntaba si todo ese tiempo muerto iría al cielo o al infierno. Evidentemente era algo de lo más irrelevante, pues el infierno lo vivía yo al verla marcharse impasible. Me reprochaba matar mi tiempo así, tan deliberadamente.
Matar el tiempo debería convertirse en un crímen de lesa humanidad.
Imagen: «Larga espera», Manuel Adame.
Ver también: