Coincidencias extrañas
Se llamaba Manuel. Era el comercial de pescado y marisco para el restaurante donde trabajaba. Lo único que conocía de Manuel era su voz y su nombre. Hablábamos todos los días, y siempre con un tono afable y cordial le hacía un pedido para el día siguiente. Si algún día no lo llamaba, ya fuese porque había suficientes gambas o porque de tanto trabajo no había tenido tiempo, él era quien llamaba. Se escuchaba como un tipo muy agradable. Aunque fuera para cruzar unas cuantas palabras, esa llamada me alegraba la jornada laboral como ninguna otra pues cualquier persona que es capaz de hacerte sonreír, aún por teléfono, tiene mérito.
Ese día estaba soleado, pero había pocos clientes cuando se presentó el dueño del local acompañado de un hombre, de unos cuarenta y tantos años, cabello castaño semicano y gafas. El hombre se dirigió a mi con una sonrisa y me tendió la mano: “qué tal, soy Manuel”. Enseguida reconocí su voz gentil, menos mal que acerté a responder “por fin te conozco, mucho gusto” en lugar de “no tienes cara de Manuel”.
Sólo unos días más tarde después de aquel encuentro fortuito, tras un año de trabajar en ese restaurante, el dueño se acercó para notificarme la noticia de la muerte de Manuel. En la empresa le informaron que había sufrido un infarto mientras conducía su coche, pero los servicios de emergencia no habían llegado a tiempo. La secretaria se encargaría de los pedidos mientras encontraban a otro comercial, me dijo.
Es curioso cómo puede una persona encariñarse de una voz -lamenté-. Aquel día había perdido una voz amiga.