EL CIRCO Y QUIENES VENÍAN DE LEJOS

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En aquel entonces el circo o el cine llegaban a los pueblos en caravanas procedentes de tierras lejanas, aunque nunca se supo exactamente si eran de verdad lejanas. Nosotros corríamos tras ellos mientras gritábamos, “ya están aquí los húngaros” y entonces la gente se asomaba y les aplaudía. Nunca supe por qué les llamaban húngaros, pero no era precisamente porque fueran originarios de Hungría. En ese entonces yo era muy pequeña, pero recuerdo que esas caravanas representaban para nosotros un mundo aparte, llenas de artilugios de magia, de trajes de diferentes colores, de instrumentos musicales, de cajas mágicas de donde salían sonidos e imágenes del mundo que se movían como la gente, pero que eran de mentiras.

Aquellos visitantes ocasionales siempre generaban expectación y curiosidad, porque en el pueblo nunca o casi nunca pasaban cosas interesantes, a veces era muy, pero muy monótono. Y como la gente del pueblo nos alegrábamos tanto con sus visitas, procurábamos ser hospitalarios para que volvieran, por lo tanto nunca les faltaba comida, ni abrigo. Gracias a los caravaneros se podía saber un poco más de lo que nos contaban mayores o lo que narraban los libros de la escuela. Sin ellos tal vez hubiera sido más difícil acceder a una radio o a una televisión, pues entre las tantas cosas que hacían, también se dedicaban a la venta de objetos mágicos, antigüedades y telas de otros países, por lo menos era lo que hacían creer a nosotros los pueblerinos. A veces también nos traían libros con relatos maravillosos.

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Me daba muchísimo pesar cuando después de un par de semanas o un mes como mucho, los “húngaros” decidían partir, dejándonos con las palmas de las manos aburridas, así que teníamos que volver a los juegos de siempre, a la rutina de siempre. Cuando los caravaneros partían, sabíamos que algo en nosotros había cambiado.

En ese entonces, a los caravaneros se les solía llamar forasteros y no extranjeros, como actualmente se denomina a las personas que son singulares, novedosas, desconocidas, extrañas. Quién sabe en qué momento comenzaron a llamarles extranjeros, a tratarles con desprecio e inventar cosas muy feas para que se fueran lo más pronto posible. Ahora que soy una de ellos sé lo que es eso.

Y es que entre las últimas caravanas que visitaron el pueblo, estaba la de la familia Raluy. Eran los años 60’s y Koriyu, una Raluy, a sus escasos 8 años ya había recorrido gran parte del continente americano junto a los suyos. En total, tres hermanas y tres hermanos, la madre, el padre y dos tías y la abuela. Sus espectáculos siempre habían dado de qué hablar. Podría decirse que ella no había tenido elección pues tenía que dedicarse sí o sí, al circo, la maroma y el teatro. Pero lo suyo eran los malabares y las acrobacias. En realidad el número de los Raluy estaba planeado para que participaran todos, y a medida que ella se hacía mayor, el número aumentaba su grado de dificultad, o por lo menos su padre le exigía cada vez más. Era increíble verles hacer la torre de sillas o el número de la botella de champagne, o ver a uno de ellos montado de cabeza, sobre la cabeza del otro o la otra. Simplemente espectacular.

Fue así como conocí a Koriyu. Nunca en la historia de las caravanas, había llegado una acróbata de mi edad. Por eso en poco tiempo nos hicimos amigas, y cuando me invitaron a unirme a ellos, dije que sí sin pensarlo dos veces. Por ahora no les contaré lo que tuve que hacer para que mis padres cedieran a esta aventura.

Recuerdo a Koriyu siempre saltando, siempre haciéndose magulladuras en el cuerpo, arriesgándose, haciendo malabares primero en el circo, después con el marido, después con un hijo, después con el negocio, después con el gasto, después con la pensión. Cuando uno aprende a hacer malabares en esta vida, es difícil caerse. Koriyu me ensenó que quien entra en el circo nunca sale.

¿Escuchan? Es la tercera llamada, el siguiente número es el nuestro. Debo irme, pero terminaré de contarles la historia de mi amiga Koriyu cuando terminemos esta función.

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