Buzones de montaña

 

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Ya sé que es de mala educación leer la correspondencia ajena, y no sólo eso, sino que constituye un delito contra la intimidad de la persona. Pero cuando abrí aquel singular buzón de montaña y la vi, fue como si una fuerza me obligara a sacar aquella postal, cuyo color amarillento hablaba de una larga espera. La postal tenía un destinatario preciso. Pero al parecer, el destinatario nunca llegó a recoger el mensaje.

Antes que nada, quiero aclarar que me costó reconocer que aquella figura era un buzón. Quienes mantienen la tradición de los buzones de cima o de montaña, saben qué es lo que pueden encontrarse allí arriba y saben dónde deben buscar. Los buzones de cima están presentes en la mayoría de los montes de Euskal Herria, pero también en las cumbres de países como Francia, Alemania o Suiza, es decir, regiones cuya orografía invita a su gente a las alturas.

Sin embargo, era la primera vez que yo entraba en contacto con uno de aquellos buzones. Me acerqué porque percibí entre los arbustos algo que brillaba. Aquella figura del tamaño de un niño de mediana edad, estaba rodeada de zarzas, tal vez por ello, pocas personas se aproximaban a ella. Era parecida al «caballero andante», pero en lugar de escudo, llevaba una especie de portafolios en la mano, mientras que en la otra mano llevaba una lanza en forma de estilográfica. El portafolios se abría y cerraba fácilmente y tenía el tamaño de un sobre y capacidad para unas cuantas cartas, pero no demasiadas.

Aquella figura de hojalata estaba cubierta con una lámina en forma de arco, supongo que para mantener a salvo la correspondencia, de las inclemencias del tiempo. Comprobé que podía abrirse sin problema, y eché una ojeada. Había un par de tarjetas de montañeros y debajo de ellas, la postal en cuestión. Reconozco que a pesar del óxido, la hermosa caligrafía, se mantenía legible.

Leí.

«Hoy te busco en la cima. Luego, no sé. Asko maite zaitut. Firma Bego».

La imagen de la tarjeta era de una pareja de ancianos vestidos de caseros y llevando la mercancía a cuestas por uno de aquellos vericuetos de montaña. La postal estaba fechada en julio 1938.

Estaba convencida de que mi deber era no devolver esa postal al olvido, en el que había permanecido durante setenta años. Ya se me ocurriría algo para acercar ese mensaje a su destinatario o a su posible descendencia, así que guardé la postal en mi mochila y comenzamos el descenso después de purificar nuestros pulmones con aquella brisa estival.

 

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